No hay peor cuaresma
que la del gélido rojo de los semáforos
que juegan a pares o nones por la madrugada,
ninguna peor que la que atraviesa
los cimientos de las ciudades por los sumideros,
que la de la impotencia de los andenes desolados.
No hay peor cuaresma
que la de la frialdad de las sábanas frías,
la de la cal en unos labios desollados,
ninguna como la de la sequía
de los árboles desvestidos, huérfanos de la piel
que les dan las fiestas de la primavera.
No hay peor cuaresma
que la de la terrible ausencia de la carne,
que la de la bofetada del deseo descrita en cada carta,
ninguna como los cuatrocientos kilómetros,
como cuatrocientos golpes
que me separan del mar antes de los carnavales.
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