Quema todos los campanarios
y dime por quién doblan las campanas
este oscuro cinco de agosto,
Viernes Santo de Última Cena, de vino consagrado.
Todos ya están muertos, crucificados bocabajo
como las vacas en las cámaras frigoríficas,
goteando sangre, regando la arena de los circos romanos.
El humo vuelve a los cigarros,
la ceniza vuelve a ser tabaco, vuelve a ser cáncer
que rodea todos los ecuadores y latitudes de mi cuerpo.
Los segunderos no se mueven, pero suenan
como soldados llamando a tu puerta
para regalarle a tu viuda una medalla.
Esta noche brindaremos nuestra muerte
con los peores sabores, romperemos filas,
romperemos nuestros huesos
por calvarios olvidados.
Y nos olvidaremos.
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